Llevaba
una hora deambulando por el aeropuerto. Aquella terminal inmensa
siempre me había resultado inhóspita. En otras ocasiones había
admirado el dispositivo logístico que, imaginaba, dependía de
máquinas y personas trabajando para que las molestias ocasionadas a
los millares de personas que la frecuentaban se derivaran únicamente
de imponderables. Ese día me creí víctima de uno de ellos. Vuelo
retrasado, desaparecido más tarde de los paneles informativos, para
acabar con dos cambios sucesivos de número de puertas de embarque.
Finalmente, cuando estaba al borde de la extenuación conseguí
atisbar la sonrisa estereotipada pero acogedora de la azafata.
Ataviada con un uniforme azul celeste cielo rematado con un gorro del
mismo color sobre su cabello rubio, algo pasado de moda. No pude
darme cuenta, tan apurado estaba, de que era idéntico a las
trabajadoras de la Panam. Me fascinó la perfección de sus labios,
enmarcados por las líneas suaves de un rostro suave, aunque firme.
´Su
tarjeta de embarque no es de KLM ni de Air France. No le puedo dejar
pasar´, me dijo, indicándome con el brazo derecho el otro extremo
del pasillo interminable. Supongo que se lo debo a la adrenalina, si
bien no logro encontrar la razón por la que, con fuerzas renovadas,
pude dirigirme hacia allí y llegar a tiempo para embarcar. Pero
antes de la loca carrera vi cómo ellos subían
tranquilamente la rampa azul celeste cuyo acceso me había sido
vedado.
Cómo
llegué al control aduanero estadounidense es algo que desafía mi
memoria y quizá alguien, yo mismo, me he encargado de triturarlo de
entre mis recuerdos. Sea como fuere, preferí no escarbar mucho para
averiguarlo porque la debilidad de mi memoria me llenaba de congoja.
El policía, contrariamente a las prevenciones con que había
moldeado mi cerebro durante décadas, se mostraba extremadamente
amable. Nada que ver con el guardián de fronteras malencarado y de
hechuras grasientas que en mi imaginario debía esperarme a la puerta
de los Estados Unidos de América. Un hombre tranquilo y casi de
modales delicados, podría haber dicho, a no ser por el mar de fondo
nervioso que se manifestaba en mis manos mientras él abría mi
pasaporte. Rehuí aquella sensación indefinida y devoradora porque
mi cara no era muy diferente a la de la foto que miraba
detenidamente. La barba acaso, que me había crecido tras dos noches
en vela persiguiendo mentalmente el rastro de ella y
las carreras sin resuello por la terminal y la desesperación de
verlos caminar por la
rampa hacía un avión que yo no
pude alcanzar. Repito que no puedo estar seguro de las causas pues
alguien, acaso yo mismo
había triturado los recuerdos precisos, las claves. Por buscar
causas a mi amnesia baste mencionar las muchas horas confinado en la
cabina del airbus fletado por una compañía de bajo coste sin pegar
ojo, o la proximidad probable de compañeros de viaje indeseados o la
falta de espacio inhumana de los asientos o quizá hasta por
ahuyentar el fogonazo de las pantallas que habrían proyectado,
imaginaba, una o dos películas de explosiones y persecuciones
policiales. La barba, pues, era el único elemento discordante en mi
figura si la comparaba con la del pasaporte, una minucia para alguien
acostumbrado a discernir falsos colores de ojos, pelucas o bigotes
postizos, o su ausencia de ellos, operaciones de párpados,
mandíbulas, narices o pómulos.
Fue
entonces, a la pregunta no formulada de si tenía algo que
declarar cuando mansamente, como
un corderillo, saqué el cartón de tabaco rubio que compré seis
meses antes en unas vacaciones rutinarias en el Caribe. Siguió un
diálogo gestual. Mi inglés era tan pobre que si me atrevía a
formular una frase, tan pensada que sin duda entendería, me
expondría irremisiblemente a que me respondiera confiado y a
sentirme perdido, presa de mis miedos y al rumor del mar de fondo que
amenazaba ya con romperme. Sonrió al sacar el paquete de
cigarrillos. Estaba abierto desde el día en que lo compré. Necesité
un cigarrillo para aliviar la tensión producida por una terrible
tormenta tropical que mantenía varado mi avión y a mí, sudando
como un idiota esperando el embarque.
Inopinadamente,
la sonrisa del agente cesó. Estaba concentrando frente a un
artefacto que el mostrador ocultaba a mi vista. Tranquilamente, cogió
el cartón entero y lo pasó al compañero sentado a su lado, de
uniforme como él. Nunca es agradable una aduana, y menos si es la
primera vez que uno tiene que franquearla. Todo se desarrollaba con
precisión tranquilizadora, sin un solo movimiento extraño. El
agente sacó por fin un escáner de código de barras y acercó el
paquete abierto que, sin darme cuenta, no había reintegrado al
cartón. Miró atentamente de nuevo a una pantalla que yo
no podía ver y puso encima del
mostrador un billete de diez dólares y unas monedas. Cuando me
invitó a cogerlos yo estaba tan confundido que sólo lejanamente me
extrañó la operación. No se me confiscaba el tabaco ¿no era un
cartón por persona como norma universal?, no. Se trataba de una
expropiación y me pagaban el justiprecio, o así lo vi en aquel
instante. Lo achaqué a la mentalidad puritana de los protestantes.
Nuevamente
mi cabeza juega conmigo mediante el vaciado selectivo de recuerdos
pues soy incapaz de montar la secuencia de movimientos que siguieron,
tanto por parte del aduanero como de la mía. Aún lo veo olisqueando
el paquete y se me viene la mueca de asco o expresiva del spleen
como lo entendían los poetas
malditos. No sé. En cualquier caso traducía mi burla
hacia su mundo, asentado sobre certidumbres. Y la siguiente imagen,
tras el corte de la película censurada, me llevó esposado a una
barra fija en el suelo, tirado boca abajo. A mi lado también con la
barriga contra el cemento y las piernas bien abiertas, un
portorriqueño, un hispano, en cualquier caso un camello, muy quieto
y, cuando giré la cabeza, la visión de los zapatos impolutos del
policía y, al final de unas piernas que se me hacía interminables,
los brazos en jarras a ambos lados del cuerpo y su cara vociferante
en un inglés que yo nunca he comprendido más allá de los eslóganes
publicitarios, igual a la del Big Brother. Y mi terror.
Ahora
estoy despierto, pero ella no
está. Mi cuerpo se retuerce cada vez que intento liberarme de las
esposas que me fijan al cabecero metálico de la cama.