martes, 3 de mayo de 2016



















Llevaba una hora deambulando por el aeropuerto. Aquella terminal inmensa siempre me había resultado inhóspita. En otras ocasiones había admirado el dispositivo logístico que, imaginaba, dependía de máquinas y personas trabajando para que las molestias ocasionadas a los millares de personas que la frecuentaban se derivaran únicamente de imponderables. Ese día me creí víctima de uno de ellos. Vuelo retrasado, desaparecido más tarde de los paneles informativos, para acabar con dos cambios sucesivos de número de puertas de embarque. Finalmente, cuando estaba al borde de la extenuación conseguí atisbar la sonrisa estereotipada pero acogedora de la azafata. Ataviada con un uniforme azul celeste cielo rematado con un gorro del mismo color sobre su cabello rubio, algo pasado de moda. No pude darme cuenta, tan apurado estaba, de que era idéntico a las trabajadoras de la Panam. Me fascinó la perfección de sus labios, enmarcados por las líneas suaves de un rostro suave, aunque firme.

´Su tarjeta de embarque no es de KLM ni de Air France. No le puedo dejar pasar´, me dijo, indicándome con el brazo derecho el otro extremo del pasillo interminable. Supongo que se lo debo a la adrenalina, si bien no logro encontrar la razón por la que, con fuerzas renovadas, pude dirigirme hacia allí y llegar a tiempo para embarcar. Pero antes de la loca carrera vi cómo ellos subían tranquilamente la rampa azul celeste cuyo acceso me había sido vedado.

Cómo llegué al control aduanero estadounidense es algo que desafía mi memoria y quizá alguien, yo mismo, me he encargado de triturarlo de entre mis recuerdos. Sea como fuere, preferí no escarbar mucho para averiguarlo porque la debilidad de mi memoria me llenaba de congoja. El policía, contrariamente a las prevenciones con que había moldeado mi cerebro durante décadas, se mostraba extremadamente amable. Nada que ver con el guardián de fronteras malencarado y de hechuras grasientas que en mi imaginario debía esperarme a la puerta de los Estados Unidos de América. Un hombre tranquilo y casi de modales delicados, podría haber dicho, a no ser por el mar de fondo nervioso que se manifestaba en mis manos mientras él abría mi pasaporte. Rehuí aquella sensación indefinida y devoradora porque mi cara no era muy diferente a la de la foto que miraba detenidamente. La barba acaso, que me había crecido tras dos noches en vela persiguiendo mentalmente el rastro de ella y las carreras sin resuello por la terminal y la desesperación de verlos caminar por la rampa hacía un avión que yo no pude alcanzar. Repito que no puedo estar seguro de las causas pues alguien, acaso yo mismo había triturado los recuerdos precisos, las claves. Por buscar causas a mi amnesia baste mencionar las muchas horas confinado en la cabina del airbus fletado por una compañía de bajo coste sin pegar ojo, o la proximidad probable de compañeros de viaje indeseados o la falta de espacio inhumana de los asientos o quizá hasta por ahuyentar el fogonazo de las pantallas que habrían proyectado, imaginaba, una o dos películas de explosiones y persecuciones policiales. La barba, pues, era el único elemento discordante en mi figura si la comparaba con la del pasaporte, una minucia para alguien acostumbrado a discernir falsos colores de ojos, pelucas o bigotes postizos, o su ausencia de ellos, operaciones de párpados, mandíbulas, narices o pómulos.
Fue entonces, a la pregunta no formulada de si tenía algo que declarar cuando mansamente, como un corderillo, saqué el cartón de tabaco rubio que compré seis meses antes en unas vacaciones rutinarias en el Caribe. Siguió un diálogo gestual. Mi inglés era tan pobre que si me atrevía a formular una frase, tan pensada que sin duda entendería, me expondría irremisiblemente a que me respondiera confiado y a sentirme perdido, presa de mis miedos y al rumor del mar de fondo que amenazaba ya con romperme. Sonrió al sacar el paquete de cigarrillos. Estaba abierto desde el día en que lo compré. Necesité un cigarrillo para aliviar la tensión producida por una terrible tormenta tropical que mantenía varado mi avión y a mí, sudando como un idiota esperando el embarque.
Inopinadamente, la sonrisa del agente cesó. Estaba concentrando frente a un artefacto que el mostrador ocultaba a mi vista. Tranquilamente, cogió el cartón entero y lo pasó al compañero sentado a su lado, de uniforme como él. Nunca es agradable una aduana, y menos si es la primera vez que uno tiene que franquearla. Todo se desarrollaba con precisión tranquilizadora, sin un solo movimiento extraño. El agente sacó por fin un escáner de código de barras y acercó el paquete abierto que, sin darme cuenta, no había reintegrado al cartón. Miró atentamente de nuevo a una pantalla que yo no podía ver y puso encima del mostrador un billete de diez dólares y unas monedas. Cuando me invitó a cogerlos yo estaba tan confundido que sólo lejanamente me extrañó la operación. No se me confiscaba el tabaco ¿no era un cartón por persona como norma universal?, no. Se trataba de una expropiación y me pagaban el justiprecio, o así lo vi en aquel instante. Lo achaqué a la mentalidad puritana de los protestantes.

Nuevamente mi cabeza juega conmigo mediante el vaciado selectivo de recuerdos pues soy incapaz de montar la secuencia de movimientos que siguieron, tanto por parte del aduanero como de la mía. Aún lo veo olisqueando el paquete y se me viene la mueca de asco o expresiva del spleen como lo entendían los poetas malditos. No sé. En cualquier caso traducía mi burla hacia su mundo, asentado sobre certidumbres. Y la siguiente imagen, tras el corte de la película censurada, me llevó esposado a una barra fija en el suelo, tirado boca abajo. A mi lado también con la barriga contra el cemento y las piernas bien abiertas, un portorriqueño, un hispano, en cualquier caso un camello, muy quieto y, cuando giré la cabeza, la visión de los zapatos impolutos del policía y, al final de unas piernas que se me hacía interminables, los brazos en jarras a ambos lados del cuerpo y su cara vociferante en un inglés que yo nunca he comprendido más allá de los eslóganes publicitarios, igual a la del Big Brother. Y mi terror.


Ahora estoy despierto, pero ella no está. Mi cuerpo se retuerce cada vez que intento liberarme de las esposas que me fijan al cabecero metálico de la cama.