“¡Ay muerte! ¡Muerte seas, bien muerta y
malandante!(...)/Señores, si queráis ser amigos del cuervo: (…)/¡Ay
mi Trotaconventos! ¡Leal amiga experta! (…) ¡Ay muerte! ¡Muerta
seas, bien muerta y malandante!/¡Matásteme a mi vieja! ¡Matárasme a mí antes!”
En el llanto por la muerte de Trotaconventos Fernando de Rojas expresaba con
estas palabras crudas la impotencia ante la Muerte y la única fuerza frente a
ella, la maldición vana o la el trueque de nuestra propia vida por la del ser
amado.
No hace mucho, Pilar Gorricho del Castillo, en este
mismo medio argumentaba contra quienes la acusaban (sintiéndose molestos o
inquietos) de expresar el dolor causado por ese juez supremo e igualitario y
que olvidan cómo la autora lo transmuta en artísticamente en su última obra
publicada, MATER AMATÍSIMA (Unayra
Ediciones) de un dolor que tuvo su punto álgido hace muchos años. Pilar se
fijaba en este nuestro “mundo feliz” en que
se intenta ocultar ese “visitante incómodo e inapelable”, tolerando, en
último extremo, la preocupación por la muerte evocada por los poetas entrados
en años, o envuelta en de referencias mitológicas o literarias. Sin embargo los
destrozos de la Muerte, la riada de desgracias que no cesa tras su paso por
nuestra casa, cuando de verdad la hemos confrontado al llevarse a un ser amado
de forma brutal ¿cuándo no es brutal la Muerte? parece un asunto vergonzante,
algo que el escritor, en estos tiempos de pretendido hedonismo, tristes hasta
la médula de cada segundo, debe dejar para su vida íntima, pero no mostrar. Como
el empeño de algunos de que no muestreun
crucifijo al cuello quien se siente cristiano.
Tengo delante dos libros de dos poetas. Han sido
publicados este año. Uno, el ya mencionado de Pilar,MATER AMATÍSIMA. Otro,
el de Antonio Pacheco, LA INSOPORTABLE SOLEDAD de yo no ser por culpa de tú
no estar. (Edición Fundación Caja Badajoz). Pilar es sobradamente conocida
en estos foros. Antonio, con bastantes libros a sus espaldas ha sido siempre un
“offsider”, ajeno en su día a la dictadura impuesta por los alevines de los
novísimos y su exquisitez. Estos dos libros solo tienen un punto en común EL
DOLOR, con mayúsculas, real, feroz. El que produce la muerte de una hija y la
de una mujer amada tras larga agonía. En la novela (si puede denominarse así)
de Margarita Duras con ese título, es el dolor que
padece la narradora, al no saber de su marido en un campo de concentración, al
desorden que ello causa en su vida, es el dolor de un confidente de los nazis
torturado por ¿ella misma? Y el dolor previo a la ruptura con ese hombre al que
tanto amó, a su vuelta. El “planto” en La Celestina y el libro de Duras me prepararon,
personalmente, para afrontar la Muerte cuando se expresa cruda sobre un papel. A
pesar de ello, estos dos libros me desequilibran.
Antonio Pacheco opta en muchos de
sus poemas por enumerar las cosas cotidianas, al modo Prévert y conjura así ese
dolor trasmutándolo en ausencia “desde que te fuiste/un montón de cosas/se quedaron
inútiles/ tu taza favorita/ la licuadora (…) tu cepillo de dientes/y los
sueños/que dejaron de soñar/entre nuestras sábanas.”
El lirismo de Pilar es explícito,
sin concesiones, pero a veces también también nombra a los objetos como
metáforas potentes “A menudo se me olvida/que has muerto./Abro tu armario con
cautela, Él respira pausado/, sigiloso, pero respira“.
Y ambos miran a la Muerte sin
desviar la mirada, sin desafío, pero sin miedo. Pacheco la vio “DE madrugada.
Entró en la habitación de
madrugada/Todo se inundó de una vez de sombra blanca/y te arropó de una
vez/para toda la vida./ Tiritaban tus labios/como en el primer beso/ “Amor
tengo frio” (…) Una línea infinita/sentenció/el principio de la nada/o de la
vida./El punto final de tu sonrisa”. Pilar, más castellana no la enmascara con
palabras. “La muerte no tiene vacaciones/Se presenta sudada y mugrosa/con su
mono de trabajo”. La poeta se abandona a Dios, pero lo interpela por ese dolor
gratuito y continuo “Nosotros solo somos hijos/del diablo que han venido a
percatarse/que quien al padre mata, vive siempre/de espaldas, comulgando
ruedas, muchas ruedas en la locura del molino.”
No
existe aceptación en ninguno de los dos poetas: El hecho real ha existido. La
muerte ha pasado por sus vidas, pero los seres amados viven, más junto a Pacheco
que al lado de Pilar, que se limita a ser una madre en vigilia permanente, una
transustanciación de la angustia y el desasosiego. “Ella posa su mano/dulce
sobre mi cara. /Yo inclino la cabeza y cierro la mirada/para no dejar
escapar/el último aroma de su ausencia/en diciembre incinerada” describe
Pacheco. “Tú, hija mía, aún estás a tiempo y/por ello se te me has ido. Sé
feliz/y sobre todo/ descansa./Duerme, hija, duerme,/que ahora la vigilía a mí
me pertenece” afirma la mater amatísima. El poeta Pacheco habla y habla con
quien ya no puede volver. En una espera inútil pero necesaria. “Invento mil
excusas/para ignorar qué hora es/y en qué fecha vivo/para intentar que vuelva
el día/en que aún no te hayas ido”. Pilar también lo espera desesperanzada “como
Marta y María vagamos/por el camposanto, absortas, fantaseando en peligroso
credo/quizá al llegar a la tumba/(…)se halle desierta (…) y de ese funesto
ataúd ella haya salido”.
Dos
libros hermosos, distintos que nos confrontan a la Muerte de los otros y que
hacen presente un pensamiento atribuido al escritor Lamartine “ a veces un
ataúd –o unas cenizas, me atrevo a añadir yo– encierran dos corazones”. Es el
caso.