lunes, 13 de junio de 2016

Había seguido los pasos del suicida perfecto:testamento, reparto de sus bienes más preciados entre los hijos, se había despedido íntimamente de su mujer y había dejado la oportuna nota autoinculpatoria. Nadie había percibido nada.
Cuando le dio la patada al taburete, nunca pensó en que daría con sus huesos en el suelo. Debería haber comprado la cuerda en una tienda especializada y no en un establecimiento regentado por chinos.
Faltaban muchas horas para que todos volvieran al hogar. Tampoco se darían cuenta. Para entonces habría desaparecido la leve marca en el cuello.
Microrrelato:
La muñeca no era especialmente bonita, pero se notaba en cada despunte la minuciosa paciencia del sesentón que atendía el puesto . Parecía haberse dejado el alma al coserle una sonrisa de trapo que sedujo inmediatamente a la niña. - Cómo se llama? -Berta, como tu abuela. - Cómpramela, mamá, es mi amiga.
Mientras le daba los veinticinco euros, la mujer lo miró fijamente. Había decidido ahora convertirse en hipster. -Hola, papá. Cómo estás? Y mamá ?
-Murió hace tres años.
La niña no oyó nada. Andaba por el pasillo del mercadillo solidario abrazando a Berta.
Andenes vacíos
Partieron todos
los coches donde aupar
El alma
La honestidad la razón el deseo
Alone again
Caen gotas sobre la carretera
Cortada 
Más la obstinación puede

Acelera
 
Puede ser quizá acaso
Un descuido
Una señal olvidada tras las obras
Y la motocicleta alma de metal avanza
Responde indiferente a la orden


Última
EXPIACIÓN

Se arrodilló ante el confesionario. Quería que lo absolviesen de haberse hecho practicar una vasectomía décadas atrás . Ahora tenía cáncer de próstata y posibilidades nulas de gozar con una mujer. El castigo divino se había revelado.
El cura dijo que la estupidez sobrevenida no era pecado, salió de su cubículo y lo dejó allí, contrito.
VÉNETO

mercaderes
de especias café y delirios
fluyen
tormentosos casanovas errabundas muchedumbres turistas
abres
el verde de tus ojos ignorando
las guerras la sangre que desatan
en la taza
Abierto en gran canal
Muerto lacustre de vértigo
INUNDACIÓN
Si la lluvia
Pudiera lavar el llanto
Si el llanto
Abreviara el dolor
Si el dolor
Detuviera el tiempo

No me levantarías un océano
Yo
No perdería el sur
Vous êtes le repos
Qui n'arrive jamais
Le cauchemar devenu
Poème
Vous transformez l' amour
Réperez le danger
Le sang le spleen la crainte
Sous un océan de malentendus
De temps perdu à la mode Brel
Vous me faites la mort
Ma chère dame mon bel amour
De vos beaux yeux verts
Si lointains
Corre la jauría 

Abalanzan las fieras

El aliento

Armadas destellos lanzas

Muerde ya la angustia

Frente al mar

Sin fuerzas ya a la súplica

Del dios qUE las aguas 

Separa
PETIT CAFÉ

Odette
Ton magasin
Ta maison toujours sur la mienne
Tu ne descends plus
Je ne monte pas
Que ton petit café
Pour la rencontre
Mais aujourd´hui est-il fermé
Comme ton coeur


Ya no hay caminos
Los cegamos
Tampoco estelas
La mar separa
Ciega el salitre aleja ahoga
El amor
Dos mares no se abrazan
Entierran
Sueños mujeres exhaustas niños
Que nacieron en el fondo
Ahogados
Como nuestro corazón
PREGUNTAS

Me agradaría preguntarte
Desde un móvil
Cuando desciende la noche y me perturba
Quién te amó durante el día
Qué nuevas cimas escalaste
Cómo te sentiste de bella y deseada
Y confundir la quietud de las estrellas muertas
Con una paz milenaria de sabios y dioses
Mas no olvido que la quietud corre
Por mi sangre a la velocidad del valium
Y he de dormir rápido apresurado torpe infeliz
Antes de que mis riñones lo excreten y la noche torne
Noche
Cierre así los ojos una vez más
Sin hacer preguntas
HARLEY DAVIDSON BEACH
(O la motocicleta varada )


Yerta ciega esfinge
Colgada
De la duna absurdo polifemo
Devora
El alma de ocèano insalvable
Lamidas las caricias los besos
Un coito
Que alguna vez fue y corroe
Oxida la vida inane
El alma de océano insalvable
Tan varada como sumisa
La amante
Que siguió el rastro de tus manos
Hasta el mar de alma insalvable
Sobre la arena
Reventado el corazón de metal
Mira y mira ciega sin cesar
El océano que te protege
De su faro ciego y mi ojo roto
Microrrelato 2

Cuando le devolvió el libro diciéndole que no existen las historias interminables e iba protestar por su pesimismo, se quedó con la boca abierta al verla darse la vuelta y meterse en un Ferrari con un tipo más feo que él.

fotografías

FOTOGRAFÍAS INOPORTUNAS



Llevaban 39 años juntos. Mal que bien ahí seguían. Una tarde, cuando ella fue a recoger unas llaves del cajón de la mesilla de noche, se percató de una presencia nueva e inoportuna. Desde el marco, le observaba su suegro, fallecido muchos años atrás.


Presa de la ira, ni siquiera se percató de que era una caricatura de su suegro. Menos aún, de que ni siquiera era el dibujo original, sino una fotocopia enmarcada de la caricatura de su suegro.Fue a pedirle explicaciones a su marido.De nada valieron ni su enfado ni la expresión del desasosiego que le producia dormir bajo la mirada de aquel muñeco.


Pero no quiso resignarse a ceder un milímetro más en su autoestima y ya que no podría maniobrar a su libre albedrío a partir de entonces en su lecho, colocó en la otra mesilla justo enfrente del grave rostro caricaturizado, el retrato de una mujer enlutada y risueña tambien muerta, aunque cincuenta años atrás.


Su madre.
DESAYUNO EN PAZ
No se miraban nunca, una vez que las tostadas, la mermelada, la miel, la mantequilla y el café, con su jarrita de leche al lado, ocupaban la mesa del comedor. Fue una imposición de él que estaba cansado de sufrir los accesos de mal humor matinal de su mujer cada vez que le preguntaba algo o sacaba un tema trivial de conversación. En realidad, la norma había sido acatada tan rápidamente y tan de buen grado que parecía haber sido deseada desde el comienzo por ella. Ambos se enfrascaban en sus respectivas pantallitas, sonreían, fruncían a veces el ceño, tecleban con el pulgar de una mano mientras con la otra se llevaban la taza o la tostada a la boca.
Pero aquella mañana ella no había encendido su móvil. Ni él tampoco. Y se miraban a los ojos, de forma tranquila, concienzuda, triste quizá. Ella esbozó una sonrisa corta. La de él se quedó a medias. Un observador muy atento quizá habría notado que el rimmel del ojo derecho de la mujer se había desplazado mínimamente.
Ella se levantó y salió diciéndole que tengas buena mañana, cariño. La vio cerrar la puerta, admirando su perfecto contorneo de caderas obligado por los zapatos de tacón. Cerró brevemente los ojos y pensó que era una forma inusual de decirse adiós, para siempre.
Ya en su consulta, con el bloc de notas en la mano, oyó decir a su primer paciente, tumbado en el diván: 'Mi matrimonio hace aguas, doctor.'
Las Tribulaciones de Fernando Villamores.


A Fernando lo conocí por puro azar. Uno de esos regalos de la vida cuando uno está atento y con ganas de recibirlos. Yo necesitaba ese día una cerveza y calor humano alrededor. Justo del que carecía en interiormente. Tuve ganas irreflexivas de un cigarrillo, pero no tenía tabaco, de modo que me arriesgué a una mala cara o la negativa pura y simple y pedí uno a un hombre algo mayor que yo, vestido impecablemente con un traje de lino. Me lo dio amablemente y, adelantándose a mi circunstancial indigencia, me adelantó la llama de un Flaminaire de oro, mientras me dama la otra mano. ´Soy Fernando, Fernando Villamores´. Me presenté yo a mi vez y, con la fachada de la catedral por testigo mudo fueron cayendo las jarras de cerveza y una charla cada vez más fluida, hasta que las lenguas se volvieron estropajosas a causa del alcohol. Hacía tiempo que yo no me sinceraba con un desconocido, pero Villamores tenía oficio y, creo que sin pretenderlo siquiera, me hizo hablar. En realidad asistimos, hasta que nos nubló la mente y nos echaron de la terraza, a un toma y daca de confidencias que, para cualquier observador imparcial, eran incongruentes pero que siguieron el hilo lógico de las personas que se entienden. Huelga decir que una crisis de cuarentena como la que yo atravesaba carece del menor interés, por lo vulgar y repetida.
No es el momento de entrar en detalles, pero supe enseguida, sin embargo que, a medida que se le caían las defensas, tras las arrugas que le surcaban la frente se escondían muchas historias oídas, transcritas y publicadas y una mancha oscura que pugnaba por aflorar, pero que se componía de frases inconexas y referencias continuas al templo que teníamos delante. Una historia que ahora, como un estúpido, he podido comprender al leer la reseña del libro que cuenta aquel horrible crimen y sus secuelas. Tuve delante a un hombre guapo y a punto del derrumbamiento en lucha con sus propia necesidad de quitarse definitivamente un peso de encima y, sin embargo, tras recorrer una parte de la calle abrazados para no caernos, lo dejé marchar algo encorvado, con su sombrero panamá en total desaliño dejando que los faroles reflejaran su luz anaranjada sobre el traje color crudo.

He seguido gozando de su amistad durante años, pero sé que, en el fondo y como buen periodista, me mira con cierta conmiseración por haber dejado escapar la historia de mi vida.








martes, 3 de mayo de 2016



















Llevaba una hora deambulando por el aeropuerto. Aquella terminal inmensa siempre me había resultado inhóspita. En otras ocasiones había admirado el dispositivo logístico que, imaginaba, dependía de máquinas y personas trabajando para que las molestias ocasionadas a los millares de personas que la frecuentaban se derivaran únicamente de imponderables. Ese día me creí víctima de uno de ellos. Vuelo retrasado, desaparecido más tarde de los paneles informativos, para acabar con dos cambios sucesivos de número de puertas de embarque. Finalmente, cuando estaba al borde de la extenuación conseguí atisbar la sonrisa estereotipada pero acogedora de la azafata. Ataviada con un uniforme azul celeste cielo rematado con un gorro del mismo color sobre su cabello rubio, algo pasado de moda. No pude darme cuenta, tan apurado estaba, de que era idéntico a las trabajadoras de la Panam. Me fascinó la perfección de sus labios, enmarcados por las líneas suaves de un rostro suave, aunque firme.

´Su tarjeta de embarque no es de KLM ni de Air France. No le puedo dejar pasar´, me dijo, indicándome con el brazo derecho el otro extremo del pasillo interminable. Supongo que se lo debo a la adrenalina, si bien no logro encontrar la razón por la que, con fuerzas renovadas, pude dirigirme hacia allí y llegar a tiempo para embarcar. Pero antes de la loca carrera vi cómo ellos subían tranquilamente la rampa azul celeste cuyo acceso me había sido vedado.

Cómo llegué al control aduanero estadounidense es algo que desafía mi memoria y quizá alguien, yo mismo, me he encargado de triturarlo de entre mis recuerdos. Sea como fuere, preferí no escarbar mucho para averiguarlo porque la debilidad de mi memoria me llenaba de congoja. El policía, contrariamente a las prevenciones con que había moldeado mi cerebro durante décadas, se mostraba extremadamente amable. Nada que ver con el guardián de fronteras malencarado y de hechuras grasientas que en mi imaginario debía esperarme a la puerta de los Estados Unidos de América. Un hombre tranquilo y casi de modales delicados, podría haber dicho, a no ser por el mar de fondo nervioso que se manifestaba en mis manos mientras él abría mi pasaporte. Rehuí aquella sensación indefinida y devoradora porque mi cara no era muy diferente a la de la foto que miraba detenidamente. La barba acaso, que me había crecido tras dos noches en vela persiguiendo mentalmente el rastro de ella y las carreras sin resuello por la terminal y la desesperación de verlos caminar por la rampa hacía un avión que yo no pude alcanzar. Repito que no puedo estar seguro de las causas pues alguien, acaso yo mismo había triturado los recuerdos precisos, las claves. Por buscar causas a mi amnesia baste mencionar las muchas horas confinado en la cabina del airbus fletado por una compañía de bajo coste sin pegar ojo, o la proximidad probable de compañeros de viaje indeseados o la falta de espacio inhumana de los asientos o quizá hasta por ahuyentar el fogonazo de las pantallas que habrían proyectado, imaginaba, una o dos películas de explosiones y persecuciones policiales. La barba, pues, era el único elemento discordante en mi figura si la comparaba con la del pasaporte, una minucia para alguien acostumbrado a discernir falsos colores de ojos, pelucas o bigotes postizos, o su ausencia de ellos, operaciones de párpados, mandíbulas, narices o pómulos.
Fue entonces, a la pregunta no formulada de si tenía algo que declarar cuando mansamente, como un corderillo, saqué el cartón de tabaco rubio que compré seis meses antes en unas vacaciones rutinarias en el Caribe. Siguió un diálogo gestual. Mi inglés era tan pobre que si me atrevía a formular una frase, tan pensada que sin duda entendería, me expondría irremisiblemente a que me respondiera confiado y a sentirme perdido, presa de mis miedos y al rumor del mar de fondo que amenazaba ya con romperme. Sonrió al sacar el paquete de cigarrillos. Estaba abierto desde el día en que lo compré. Necesité un cigarrillo para aliviar la tensión producida por una terrible tormenta tropical que mantenía varado mi avión y a mí, sudando como un idiota esperando el embarque.
Inopinadamente, la sonrisa del agente cesó. Estaba concentrando frente a un artefacto que el mostrador ocultaba a mi vista. Tranquilamente, cogió el cartón entero y lo pasó al compañero sentado a su lado, de uniforme como él. Nunca es agradable una aduana, y menos si es la primera vez que uno tiene que franquearla. Todo se desarrollaba con precisión tranquilizadora, sin un solo movimiento extraño. El agente sacó por fin un escáner de código de barras y acercó el paquete abierto que, sin darme cuenta, no había reintegrado al cartón. Miró atentamente de nuevo a una pantalla que yo no podía ver y puso encima del mostrador un billete de diez dólares y unas monedas. Cuando me invitó a cogerlos yo estaba tan confundido que sólo lejanamente me extrañó la operación. No se me confiscaba el tabaco ¿no era un cartón por persona como norma universal?, no. Se trataba de una expropiación y me pagaban el justiprecio, o así lo vi en aquel instante. Lo achaqué a la mentalidad puritana de los protestantes.

Nuevamente mi cabeza juega conmigo mediante el vaciado selectivo de recuerdos pues soy incapaz de montar la secuencia de movimientos que siguieron, tanto por parte del aduanero como de la mía. Aún lo veo olisqueando el paquete y se me viene la mueca de asco o expresiva del spleen como lo entendían los poetas malditos. No sé. En cualquier caso traducía mi burla hacia su mundo, asentado sobre certidumbres. Y la siguiente imagen, tras el corte de la película censurada, me llevó esposado a una barra fija en el suelo, tirado boca abajo. A mi lado también con la barriga contra el cemento y las piernas bien abiertas, un portorriqueño, un hispano, en cualquier caso un camello, muy quieto y, cuando giré la cabeza, la visión de los zapatos impolutos del policía y, al final de unas piernas que se me hacía interminables, los brazos en jarras a ambos lados del cuerpo y su cara vociferante en un inglés que yo nunca he comprendido más allá de los eslóganes publicitarios, igual a la del Big Brother. Y mi terror.


Ahora estoy despierto, pero ella no está. Mi cuerpo se retuerce cada vez que intento liberarme de las esposas que me fijan al cabecero metálico de la cama.