Todo empezó hace año y medio. Mi
novia – la llamo así porque de algún modo hay que entenderse y lo de pareja siempre me ha parecido término
propio de animales, como collera, desde que leí el modo en que Noé preservó las
especies. Por otra parte, tampoco es mi
mujer, no porque le atribuya al posesivo ese sentido patriarcal del que
abjuran los progresistas, sino porque ella siempre se negó a casarse– Mi novia,
decía, me animó a presentarme a un concurso
literario de medio pelo para que yo me diera a conocer.
Tengo la maldita costumbre de hacerle
caso casi siemprey, si ahora me veo en esta situación, quizá lo deba a mi
natural torpeza, pero en cualquier caso también a esa idea inicial suya.
Suprimamos ya falsas expectativas en el lector: No lo gané, pero por esas carambolas
del destino mi cuentecillo cayó en gracia a los ojos de una de las componentes
del jurado. A los pocos días de publicarse el fallo me llamó al móvil,”Soy
Elena Salcillo, tuve ocasión de leer su obra y, disculpe esta llamada, pero es
solo para decirle que merecía haber ganado”. Yo no supe qué responder a
botepronto, pero no quise resistirme a la tentación de acceder a la cita que me
proponía en el único cinco estrellas de la ciudad. Por otra parte, neurótico de
libro, había estudiado el curriculum de los componentes del jurado y Salcillo
era aún una mujer a tener en cuenta en el agonizante mundo editorial.
La relación con mi novia no pasaba
por su mejor momento: hacía meses que ignoraba mis requerimientos sexuales y
trasladaba a nuestra casa sus problemas en el trabajo. A pesar de ello, seguía
enamorado de ella y no dejaba de fascinarme hasta el último rincón de su piel.
Nunca jamás, antes y desde mi adolescencia, me había sugerido un cuerpo lo que
el suyo me ofrecía. Por ello, debo entender también que acudí a aquella cita
movido exclusivamente por una remota
posibilidad de liberarme para siempre de Claudio y su miserable sello que me
hacía pagar por adelantado cien ejemplares y nunca me liquidaba las ventas.Ella
esperaba en el lobby-bar, una denominación cuyo significado no me he molestado
nunca en adivinar. Elena no era guapa, ni creo que lo haya sido nunca, pero
vestía con gusto; y sonreía con maestría. No se levantó. Me dio la mano,
limitándose a cruzar unas piernas
delgadas y desnudas. Sin duda, llevaba años aplicándose carmín en la línea
perfecta de sus labios. Sus ojos me abarcaban mientras me señaló una silla.
–Le gusta Carver –dijo a modo de
saludo.
–No es de mis favoritos-respondí,
algo molesto.
– Es usted hijo literario de “Catedral”
–insistió esbozando una mirada divertida. Creo que no la defraudé. Llevo años
combatiendo la respuesta rápida, ceder al primer impulso, pero no quise estar a
expensas de una desconocida a las primeras de cambio.
–Coinciden dos ciegos; uno, en ese
cuento, y otro en mi novela. Eso es todo, yo he procurado moldear el feísmo,
Carver no es capaz.
–Vale, vale. En eso le ganas –puedo tutearte?-.
Se inclinó hacia mí y entreabrió los labios discretamente. Destilaba un aroma
entre Givenchy y combinado de ginebra. – Esos tipos del jurado, que me imagino
de dónde han salido, no han leído una línea de Carver. Les va algo más
explícito. Y preferentemente escrito por
una mujer. No pude hacer nada por tu novela. Al final fue divertido, Sara fue
en realidad Pedro. Tenías que haber visto sus caras al abrir la plica. Pero tú
vales más-.
La estupidez masculina no tiene cura;
puedo dar fe de ello. Elena me mantuvo a su lado cuanto pudo con la zanahoria
de una publicación que no llegó. Me regaló viajes. Asistí con ella a veladas de
premios amañados, estuve en el velero de unos amigos suyos antes de que se lo
embargase Hacienda. Tampoco ella obtuvo mucho más; la compañía de un tipo más
joven de la que jactarse, alguna confidencia, y mi explosión final.
Miro ahora sin ira el manuscrito de
mi “Parroquia” y me distraigo en las uñas pintadas de mi novia. Está leyendo “
Catedral”.