miércoles, 28 de junio de 2017

Catedral





Todo empezó hace año y medio. Mi novia – la llamo así porque de algún modo hay que entenderse y lo de pareja siempre me ha parecido término propio de animales, como collera,  desde que leí el modo en que Noé preservó las especies. Por otra parte, tampoco es mi mujer, no porque le atribuya al posesivo ese sentido patriarcal del que abjuran los progresistas, sino porque ella siempre se negó a casarse– Mi novia, decía, me animó a presentarme a un concurso  literario de medio pelo para que yo me diera a conocer.
Tengo la maldita costumbre de hacerle caso casi siemprey, si ahora me veo en esta situación, quizá lo deba a mi natural torpeza, pero en cualquier caso también a esa idea inicial suya. Suprimamos  ya falsas expectativas en el  lector: No lo gané, pero por esas carambolas del destino mi cuentecillo cayó en gracia a los ojos de una de las componentes del jurado. A los pocos días de publicarse el fallo me llamó al móvil,”Soy Elena Salcillo, tuve ocasión de leer su obra y, disculpe esta llamada, pero es solo para decirle que merecía haber ganado”. Yo no supe qué responder a botepronto, pero no quise resistirme a la tentación de acceder a la cita que me proponía en el único cinco estrellas de la ciudad. Por otra parte, neurótico de libro, había estudiado el curriculum de los componentes del jurado y Salcillo era aún una mujer a tener en cuenta en el agonizante mundo editorial.
La relación con mi novia no pasaba por su mejor momento: hacía meses que ignoraba mis requerimientos sexuales y trasladaba a nuestra casa sus problemas en el trabajo. A pesar de ello, seguía enamorado de ella y no dejaba de fascinarme hasta el último rincón de su piel. Nunca jamás, antes y desde mi adolescencia, me había sugerido un cuerpo lo que el suyo me ofrecía. Por ello, debo entender también que acudí a aquella cita movido  exclusivamente por una remota posibilidad de liberarme para siempre de Claudio y su miserable sello que me hacía pagar por adelantado cien ejemplares y nunca me liquidaba las ventas.Ella esperaba en el lobby-bar, una denominación cuyo significado no me he molestado nunca en adivinar. Elena no era guapa, ni creo que lo haya sido nunca, pero vestía con gusto; y sonreía con maestría. No se levantó. Me dio la mano, limitándose a cruzar  unas piernas delgadas y desnudas. Sin duda, llevaba años aplicándose carmín en la línea perfecta de sus labios. Sus ojos me abarcaban mientras me señaló una silla.
Le gusta Carver –dijo a modo de saludo.
No es de mis favoritos-respondí, algo molesto.
Es usted hijo literario de “Catedral” –insistió esbozando una mirada divertida. Creo que no la defraudé. Llevo años combatiendo la respuesta rápida, ceder al primer impulso, pero no quise estar a expensas de una desconocida a las primeras de cambio.
Coinciden dos ciegos; uno, en ese cuento, y otro en mi novela. Eso es todo, yo he procurado moldear el feísmo, Carver no es capaz.
Vale, vale. En eso le ganas –puedo tutearte?-. Se inclinó hacia mí y entreabrió los labios discretamente. Destilaba un aroma entre Givenchy y combinado de ginebra. – Esos tipos del jurado, que me imagino de dónde han salido, no han leído una línea de Carver. Les va algo más explícito. Y preferentemente  escrito por una mujer. No pude hacer nada por tu novela. Al final fue divertido, Sara fue en realidad Pedro. Tenías que haber visto sus caras al abrir la plica. Pero tú vales más-.


La estupidez masculina no tiene cura; puedo dar fe de ello. Elena me mantuvo a su lado cuanto pudo con la zanahoria de una publicación que no llegó. Me regaló viajes. Asistí con ella a veladas de premios amañados, estuve en el velero de unos amigos suyos antes de que se lo embargase Hacienda. Tampoco ella obtuvo mucho más; la compañía de un tipo más joven de la que jactarse, alguna confidencia, y mi explosión final.
Miro ahora sin ira el manuscrito de mi “Parroquia” y me distraigo en las uñas pintadas de mi novia. Está leyendo “ Catedral”.
                                         


jueves, 22 de junio de 2017

Nightmare (2)

Nightmare 2.



Hector International Dakota North Airport. International Flights. Gate 277.
   Había algo extraño. No había cabinas de control de pasaportes. Sin embargo se trataba de un vuelo internacional que me devolvería a casa con una escala en San Petersburgo. Me interné por el pasillo cerciorándome en cada panel que iba por el camino correcto. Cada vez hacen los aeropuertos más laberínticos e imprevisibles, y por eso había llegado con tiempo, pero no sirvió de mucho. Cómo imaginar siquiera que acabaría exhausto tirando de mi maleta hacia una puerta que no llegaba nunca. Me crucé con muchos pasajeros que marchaban en sentido contrario, algunos con rostros expectantes, los más, con la premura por salir al aire libre. El ruido de su equipaje rodando rebotaba en las paredes. Me molestó, pero no más que el silencio que siguió al desaparecer el último de ellos.
Me detuve. La respiración  descompensada rivalizaba con los latidos de mi corazón. Me atraganté con mi propia mucosidad y las ansias por respirar se convirtieron en espasmos. Oí mi nombre por los altavoces -last call for...-. Miré la esfera de mi reloj; quedaban dos minutos para el cierre del vuelo y me repuse a duras penas. Comprendí entonces que no habría avión ni regreso posibles. Apoyado contra la pared pagaba el precio de no haber seguido los caminos trillados; en realidad,  de haberme puesto ponerme estupendo. Todos me advirtieron: qué hacía yo en Fargo la primera vez que visitaba aquel país. Puesto a dar razones, creo recordar maldiciéndome, que había mencionado a los hermanos Coen frente a la sumisión papanatas del turista a Nueva York. Y yo era un tipo especial. Tanto que estaba perdido en el pasillo solitario de un aeropuerto y nadie se ocupaba de mí. 

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miércoles, 14 de junio de 2017

La Galerna

- Me encantan los jureles y sobre todo los boquerones cuando se deslizan en mis manos.
-A ti? Ya no recuerdas que el primer año te duchabas tres veces porque vomitabas con el.olor? ¿Eso se te ocurre con lo que nos estamos jugando?
-De eso hablamos.La pescadería para mí, tú quédate con la moto.
- ¿Ahora que va bien,después de tantos madrugones y sacrificios? Y por qué iba tragar con eso un juez?
-Me lo ha dicho mi abogada; porque yo mimo a los jureles y a los boquerones.
Paseaban a lo largo de la playa. El azul era intenso, casi añil,y la luz se reflejaba en la indumentaria blanca de los más devotos. Llevaban de la mano a sus esposas, refugiadas en prendas negras. Una mujer corría, veloz, con mallas ajustadas, y los niños, los niños removían arena con las palas.
El sol parecía detenido en el cielo mientras se oía la plegaria del imán. Y un espectro, con el ojo tuerto, tiró su bastón y se inmoló. “Dios es grande”, me pareció oír antes de que ella viera a su amigo reventado en el suelo con una pala infantil sobre su rostro.
Izíar y el albatros.

“Este hombre debería ser trasladado  al Hospital Saint Pierre”.
Su aspecto era deplorable. Tenía razón la agente Sylvie Monsanto. Pero en aquel puesto de la gendarmería cerca del acantilado no disponían de mucha gente y la tarde, con la oscurecida y el temporal, se había complicado  mucho. Un accidente con heridos graves a la salida de una curva cerca de Run-Leidez, el techo de un cobertizo arrancado por el viento que había matado cuatro vacas de una explotación vecina, y el traslado a la prefectura de una banda de atracadores.
Jaques Plinchon había sido enfermero antes de hacerse gendarme, le examinó las pupilas y sentenció que la única oportunidad que tenían con el detenido era que éste pudiera dormir. Los tres agentes miraban con curiosidad a aquel tipo que rondaba la cincuentena. Lo habían encontrado en medio del vendaval en la parte baja del acantilado mientras daba voces inaudibles y señalaba el cuerpo de una mujer que mecían las olas sobre una roca cuajada de mejillones. Dócil a una  señal de la gendarme, se levantó y se dirigió a la puerta de os calabozos. Sylvie, con los brazos en jarra apoyados sobre el cinto de la pistola,  lo miraba marchar, manso, detrás de su compañero.
     –Necesito una hora– suplicó Jean-Pierre a Sylvie cuando se quedaron solos en la sala de guardia. Esta asintió moviendo la cabeza. Él bajó al patio de grava. Había un coche patrulla, pero prefirió introducirse en su Dacia Duster. Forcejeó con la portezuela para cerrarla agarrándose al mismo tiempo la gorra como podía. La radio daba instrucciones continuas a la población: árboles arrancados de cuajo; sin noticias de un pesquero; marquesinas convertidas en cuchillas volando cientos de metros.
Mientras el coche encaraba las primeras curvas que daban a la zona del puerto deportivo de Camaret sur Mer, el sonido del oleaje y del viento se imponían al cubículo cerrado del coche. Se había hecho muy oscuro, pero había tráfico. El gendarme conducía sin aminorar la velocidad apenas. A cuatro kilómetros de la población se encendieron finalmente las luces de freno y el vehículo giró nerviosamente a la izquierda, internándose por un camino muy estrecho; al fondo, los faros iluminaron una casa sin luces, blanca, con el techo negro y las contraventanas azul cielo. El agente hizo frente a la galerna como pudo hasta llegar a una puerta lateral. Pasó una mano enguantada entre los cristales rotos y se introdujo en la cocina. Completamente a ciegas pulsó un interruptor y, con paso firme, alcanzó el salón. Las luces indirectas iluminaron una estancia agradable, pero descuidada. Jean-Pierre se quedó mirando, petrificado la repisa de la chimenea. Se dejó caer en el sofá con la boca abierta. Acto seguido subió a un dormitorio, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó un libro de bolsillo del que arrancó una página con una dedicatoria. Encendió el ordenador portátil, tecleó, decidido, y la pantalla se llenó de una lista de correos electrónicos; abrió uno y leyó con los ojos desorbitados.
                                       ooooo0000ooooo
– ¿Noticias de la morgue?¿La han identificado?– preguntó Jean-Pierre, tirando la gorra sobre la mesa.
La coleta de Sylvie se movió como el péndulo de un reloj desvencijado. Jean Pierre la cogió del brazo y la introdujo en la sala de interrogatorios. Monsanto tomó asiento, divertida, pero su compañero no estaba para bromas.
 –Sé quién es esa mujer. Española de cuarenta y ocho años. Habitaba la casa que da al promontorio pero era sumamente discreta–
–¿Y me vas a explicar eso a mí y no al brigada?
–Sí, porque tú eres mujer y… mi amiga, supongo– Ella mostró la palma de una mano: amiga era mucho suponer.
– Me acostaba con ella de vez en cuando. Nos amábamos, creo. Pero eran encuentros silenciosos… El tipo no ha despertado, ¿verdad? Ayer por la mañana ella me llamó. Me dijo que su exmarido estaba aporreando su puerta tras conducir veinte horas seguidas y que exigía estar con su hijo, su hijo… nunca me habló de ninguno de los dos.
– Lo tenemos: En el coche celular, mientras Plinchon lo tranquilizaba repetía en un francés penoso que la casa era suya; y “mon fils”, “mon fils” continuamente. Me daba pena, pero ya no. Está claro que la siguió; en su huida bajó por acantilado, aterrada y, finalmente, la empujó. Es un loco cabrón.¿Pero tú no sabías cómo era  la muerta?. No estabas de servicio esta mañana, ya. Lo siento muchísimo.
Sylvie se levantó y lo abrazó con la fuerza que una gendarme francesa puede abrazar a un compañero. Él la apartó suavemente como si estuviera comprometido con otra y, lentamente, desplegó un papel sobre la mesa. Sylvie volvió a sentarse en silencio mientras leía el contenido. Se trataba de la traducción dificultosa hecha por el ordenador de un texto en español:
Sí, he traído a mi hijo conmigo, porque viviendo olvidaste de él, es mío, siempre mío. Si usted viene a unirte con nosotros, volaré como un cormorán en un día de viento y que vendrá conmigo en mis alas.

    Cuando Plinchon entró en la sala se encontró a Monsanto tapándose la boca y haciendo esfuerzos para que no se le corriera el rimmel y a Sergeant repitiendo desolado, “estaba en el jarrón, en el jarrón de la chimenea, estaba en el jarrón, y se lo llevó con ella; en el jarrón “.
    – ¿Qué dices? Responde,  ¿qué te pasa? – Lo zarandeaba como a un saco de patatas. ¿Qué ocurre aquí, Monsanto?– Sus ojos bailaban de una a otro.
    – Un cormorán; me decía que ella era un cormorán y necesitaba viento– Jean Pierre se daba cabezazos mientras hablaba– para volar.