miércoles, 14 de junio de 2017

Izíar y el albatros.

“Este hombre debería ser trasladado  al Hospital Saint Pierre”.
Su aspecto era deplorable. Tenía razón la agente Sylvie Monsanto. Pero en aquel puesto de la gendarmería cerca del acantilado no disponían de mucha gente y la tarde, con la oscurecida y el temporal, se había complicado  mucho. Un accidente con heridos graves a la salida de una curva cerca de Run-Leidez, el techo de un cobertizo arrancado por el viento que había matado cuatro vacas de una explotación vecina, y el traslado a la prefectura de una banda de atracadores.
Jaques Plinchon había sido enfermero antes de hacerse gendarme, le examinó las pupilas y sentenció que la única oportunidad que tenían con el detenido era que éste pudiera dormir. Los tres agentes miraban con curiosidad a aquel tipo que rondaba la cincuentena. Lo habían encontrado en medio del vendaval en la parte baja del acantilado mientras daba voces inaudibles y señalaba el cuerpo de una mujer que mecían las olas sobre una roca cuajada de mejillones. Dócil a una  señal de la gendarme, se levantó y se dirigió a la puerta de os calabozos. Sylvie, con los brazos en jarra apoyados sobre el cinto de la pistola,  lo miraba marchar, manso, detrás de su compañero.
     –Necesito una hora– suplicó Jean-Pierre a Sylvie cuando se quedaron solos en la sala de guardia. Esta asintió moviendo la cabeza. Él bajó al patio de grava. Había un coche patrulla, pero prefirió introducirse en su Dacia Duster. Forcejeó con la portezuela para cerrarla agarrándose al mismo tiempo la gorra como podía. La radio daba instrucciones continuas a la población: árboles arrancados de cuajo; sin noticias de un pesquero; marquesinas convertidas en cuchillas volando cientos de metros.
Mientras el coche encaraba las primeras curvas que daban a la zona del puerto deportivo de Camaret sur Mer, el sonido del oleaje y del viento se imponían al cubículo cerrado del coche. Se había hecho muy oscuro, pero había tráfico. El gendarme conducía sin aminorar la velocidad apenas. A cuatro kilómetros de la población se encendieron finalmente las luces de freno y el vehículo giró nerviosamente a la izquierda, internándose por un camino muy estrecho; al fondo, los faros iluminaron una casa sin luces, blanca, con el techo negro y las contraventanas azul cielo. El agente hizo frente a la galerna como pudo hasta llegar a una puerta lateral. Pasó una mano enguantada entre los cristales rotos y se introdujo en la cocina. Completamente a ciegas pulsó un interruptor y, con paso firme, alcanzó el salón. Las luces indirectas iluminaron una estancia agradable, pero descuidada. Jean-Pierre se quedó mirando, petrificado la repisa de la chimenea. Se dejó caer en el sofá con la boca abierta. Acto seguido subió a un dormitorio, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó un libro de bolsillo del que arrancó una página con una dedicatoria. Encendió el ordenador portátil, tecleó, decidido, y la pantalla se llenó de una lista de correos electrónicos; abrió uno y leyó con los ojos desorbitados.
                                       ooooo0000ooooo
– ¿Noticias de la morgue?¿La han identificado?– preguntó Jean-Pierre, tirando la gorra sobre la mesa.
La coleta de Sylvie se movió como el péndulo de un reloj desvencijado. Jean Pierre la cogió del brazo y la introdujo en la sala de interrogatorios. Monsanto tomó asiento, divertida, pero su compañero no estaba para bromas.
 –Sé quién es esa mujer. Española de cuarenta y ocho años. Habitaba la casa que da al promontorio pero era sumamente discreta–
–¿Y me vas a explicar eso a mí y no al brigada?
–Sí, porque tú eres mujer y… mi amiga, supongo– Ella mostró la palma de una mano: amiga era mucho suponer.
– Me acostaba con ella de vez en cuando. Nos amábamos, creo. Pero eran encuentros silenciosos… El tipo no ha despertado, ¿verdad? Ayer por la mañana ella me llamó. Me dijo que su exmarido estaba aporreando su puerta tras conducir veinte horas seguidas y que exigía estar con su hijo, su hijo… nunca me habló de ninguno de los dos.
– Lo tenemos: En el coche celular, mientras Plinchon lo tranquilizaba repetía en un francés penoso que la casa era suya; y “mon fils”, “mon fils” continuamente. Me daba pena, pero ya no. Está claro que la siguió; en su huida bajó por acantilado, aterrada y, finalmente, la empujó. Es un loco cabrón.¿Pero tú no sabías cómo era  la muerta?. No estabas de servicio esta mañana, ya. Lo siento muchísimo.
Sylvie se levantó y lo abrazó con la fuerza que una gendarme francesa puede abrazar a un compañero. Él la apartó suavemente como si estuviera comprometido con otra y, lentamente, desplegó un papel sobre la mesa. Sylvie volvió a sentarse en silencio mientras leía el contenido. Se trataba de la traducción dificultosa hecha por el ordenador de un texto en español:
Sí, he traído a mi hijo conmigo, porque viviendo olvidaste de él, es mío, siempre mío. Si usted viene a unirte con nosotros, volaré como un cormorán en un día de viento y que vendrá conmigo en mis alas.

    Cuando Plinchon entró en la sala se encontró a Monsanto tapándose la boca y haciendo esfuerzos para que no se le corriera el rimmel y a Sergeant repitiendo desolado, “estaba en el jarrón, en el jarrón de la chimenea, estaba en el jarrón, y se lo llevó con ella; en el jarrón “.
    – ¿Qué dices? Responde,  ¿qué te pasa? – Lo zarandeaba como a un saco de patatas. ¿Qué ocurre aquí, Monsanto?– Sus ojos bailaban de una a otro.
    – Un cormorán; me decía que ella era un cormorán y necesitaba viento– Jean Pierre se daba cabezazos mientras hablaba– para volar.
     


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