miércoles, 8 de agosto de 2018

DOS MIRADAS FIJAS EN LA MUERTE


“¡Ay muerte! ¡Muerte seas, bien muerta y malandante!(...)/Señores, si queráis ser amigos del cuervo: (…)/¡Ay mi Trotaconventos! ¡Leal amiga experta! (…) ¡Ay muerte! ¡Muerta seas, bien muerta y malandante!/¡Matásteme a mi vieja! ¡Matárasme a mí antes!” En el llanto por la muerte de Trotaconventos Fernando de Rojas expresaba con estas palabras crudas la impotencia ante la Muerte y la única fuerza frente a ella, la maldición vana o la el trueque de nuestra propia vida por la del ser amado.
No hace mucho, Pilar Gorricho del Castillo, en este mismo medio argumentaba contra quienes la acusaban (sintiéndose molestos o inquietos) de expresar el dolor causado por ese juez supremo e igualitario y que olvidan cómo la autora lo transmuta en artísticamente en su última obra publicada,  MATER AMATÍSIMA (Unayra Ediciones) de un dolor que tuvo su punto álgido hace muchos años. Pilar se fijaba en este nuestro “mundo feliz” en que  se intenta ocultar ese “visitante incómodo e inapelable”, tolerando, en último extremo, la preocupación por la muerte evocada por los poetas entrados en años, o envuelta en de referencias mitológicas o literarias. Sin embargo los destrozos de la Muerte, la riada de desgracias que no cesa tras su paso por nuestra casa, cuando de verdad la hemos confrontado al llevarse a un ser amado de forma brutal ¿cuándo no es brutal la Muerte? parece un asunto vergonzante, algo que el escritor, en estos tiempos de pretendido hedonismo, tristes hasta la médula de cada segundo, debe dejar para su vida íntima, pero no mostrar. Como el empeño de algunos de que no  muestreun crucifijo al cuello quien se siente cristiano.
Tengo delante dos libros de dos poetas. Han sido publicados este año. Uno, el ya mencionado de Pilar,MATER AMATÍSIMA. Otro, el de Antonio Pacheco, LA INSOPORTABLE SOLEDAD de yo no ser por culpa de tú no estar. (Edición Fundación Caja Badajoz). Pilar es sobradamente conocida en estos foros. Antonio, con bastantes libros a sus espaldas ha sido siempre un “offsider”, ajeno en su día a la dictadura impuesta por los alevines de los novísimos y su exquisitez. Estos dos libros solo tienen un punto en común EL DOLOR, con mayúsculas, real, feroz. El que produce la muerte de una hija y la de una mujer amada tras larga agonía. En la novela (si puede denominarse así) de Margarita Duras con ese título, es el dolor que padece la narradora, al no saber de su marido en un campo de concentración, al desorden que ello causa en su vida, es el dolor de un confidente de los nazis torturado por ¿ella misma? Y el dolor previo a la ruptura con ese hombre al que tanto amó, a su vuelta. El “planto” en La Celestina y el libro de Duras me prepararon, personalmente, para afrontar la Muerte cuando se expresa cruda sobre un papel. A pesar de ello, estos dos libros me desequilibran.
Antonio Pacheco opta en muchos de sus poemas por enumerar las cosas cotidianas, al modo Prévert y conjura así ese dolor trasmutándolo en ausencia “desde que te fuiste/un montón de cosas/se quedaron inútiles/ tu taza favorita/ la licuadora (…) tu cepillo de dientes/y los sueños/que dejaron de soñar/entre nuestras sábanas.”
El lirismo de Pilar es explícito, sin concesiones, pero a veces también también nombra a los objetos como metáforas potentes “A menudo se me olvida/que has muerto./Abro tu armario con cautela, Él respira pausado/, sigiloso, pero respira“.
Y ambos miran a la Muerte sin desviar la mirada, sin desafío, pero sin miedo. Pacheco  la vio “DE madrugada.
Entró en la habitación de madrugada/Todo se inundó de una vez de sombra blanca/y te arropó de una vez/para toda la vida./ Tiritaban tus labios/como en el primer beso/ “Amor tengo frio” (…) Una línea infinita/sentenció/el principio de la nada/o de la vida./El punto final de tu sonrisa”. Pilar, más castellana no la enmascara con palabras. “La muerte no tiene vacaciones/Se presenta sudada y mugrosa/con su mono de trabajo”. La poeta se abandona a Dios, pero lo interpela por ese dolor gratuito y continuo “Nosotros solo somos hijos/del diablo que han venido a percatarse/que quien al padre mata, vive siempre/de espaldas, comulgando ruedas, muchas ruedas en la locura del molino.”
            No existe aceptación en ninguno de los dos poetas: El hecho real ha existido. La muerte ha pasado por sus vidas, pero los seres amados viven, más junto a Pacheco que al lado de Pilar, que se limita a ser una madre en vigilia permanente, una transustanciación de la angustia y el desasosiego. “Ella posa su mano/dulce sobre mi cara. /Yo inclino la cabeza y cierro la mirada/para no dejar escapar/el último aroma de su ausencia/en diciembre incinerada” describe Pacheco. “Tú, hija mía, aún estás a tiempo y/por ello se te me has ido. Sé feliz/y sobre todo/ descansa./Duerme, hija, duerme,/que ahora la vigilía a mí me pertenece” afirma la mater amatísima. El poeta Pacheco habla y habla con quien ya no puede volver. En una espera inútil pero necesaria. “Invento mil excusas/para ignorar qué hora es/y en qué fecha vivo/para intentar que vuelva el día/en que aún no te hayas ido”. Pilar también lo espera desesperanzada “como Marta y María vagamos/por el camposanto, absortas, fantaseando en peligroso credo/quizá al llegar a la tumba/(…)se halle desierta (…) y de ese funesto ataúd ella haya salido”.
            Dos libros hermosos, distintos que nos confrontan a la Muerte de los otros y que hacen presente un pensamiento atribuido al escritor Lamartine “ a veces un ataúd –o unas cenizas, me atrevo a añadir yo– encierran dos corazones”. Es el caso.