lunes, 13 de junio de 2016

Las Tribulaciones de Fernando Villamores.


A Fernando lo conocí por puro azar. Uno de esos regalos de la vida cuando uno está atento y con ganas de recibirlos. Yo necesitaba ese día una cerveza y calor humano alrededor. Justo del que carecía en interiormente. Tuve ganas irreflexivas de un cigarrillo, pero no tenía tabaco, de modo que me arriesgué a una mala cara o la negativa pura y simple y pedí uno a un hombre algo mayor que yo, vestido impecablemente con un traje de lino. Me lo dio amablemente y, adelantándose a mi circunstancial indigencia, me adelantó la llama de un Flaminaire de oro, mientras me dama la otra mano. ´Soy Fernando, Fernando Villamores´. Me presenté yo a mi vez y, con la fachada de la catedral por testigo mudo fueron cayendo las jarras de cerveza y una charla cada vez más fluida, hasta que las lenguas se volvieron estropajosas a causa del alcohol. Hacía tiempo que yo no me sinceraba con un desconocido, pero Villamores tenía oficio y, creo que sin pretenderlo siquiera, me hizo hablar. En realidad asistimos, hasta que nos nubló la mente y nos echaron de la terraza, a un toma y daca de confidencias que, para cualquier observador imparcial, eran incongruentes pero que siguieron el hilo lógico de las personas que se entienden. Huelga decir que una crisis de cuarentena como la que yo atravesaba carece del menor interés, por lo vulgar y repetida.
No es el momento de entrar en detalles, pero supe enseguida, sin embargo que, a medida que se le caían las defensas, tras las arrugas que le surcaban la frente se escondían muchas historias oídas, transcritas y publicadas y una mancha oscura que pugnaba por aflorar, pero que se componía de frases inconexas y referencias continuas al templo que teníamos delante. Una historia que ahora, como un estúpido, he podido comprender al leer la reseña del libro que cuenta aquel horrible crimen y sus secuelas. Tuve delante a un hombre guapo y a punto del derrumbamiento en lucha con sus propia necesidad de quitarse definitivamente un peso de encima y, sin embargo, tras recorrer una parte de la calle abrazados para no caernos, lo dejé marchar algo encorvado, con su sombrero panamá en total desaliño dejando que los faroles reflejaran su luz anaranjada sobre el traje color crudo.

He seguido gozando de su amistad durante años, pero sé que, en el fondo y como buen periodista, me mira con cierta conmiseración por haber dejado escapar la historia de mi vida.








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