LOS DIOSES DE MIGUEL VEYRAT
Soy consciente de la gran y continuada evolución de la poesía
de Miguel Veyrat, pero el lector a veces se deja poseer por un libro. Por su Pasaje
de la Noche (Ed. Barataria, 2014) pululan los dioses. Veyrat sabe que no
tienen la entidad suficiente y, aunque sentirá sus golpes airados, sabe
contemporizar con sus caprichos. El poeta es un hombre “arrebatado a los dioses en su apariencia de albores”. Porque es el
hombre quien los crea, trasunto de su angustia y las pasiones destinadas al
fracaso de la muerte. La poesía como arma con la que domeñar a esas divinidades
de quita y pon, “el poema es ahora el
templo de los que se fueron”. Y el poeta Sumo Sacerdote “con el día como único destino”. En la sombra del santuario se
esconde Eros, y Hades no es reconocido.
“Los dioses son muy
cobardes/y nos envidian el vértigo del miedo, del azar,/Y en la vida (…) nos
persiguen como crepúsculo/obsesivo”. Esos seres, hechos a imagen y semejanza de nuestras incapacidades
y pasiones —cuando debería ser al revés— no resisten el desafío del poeta, que
los fija y domeña con sus versos. Pero, para ello, el domador debe pagar un
precio: retirarse, “vivo fuera de la
polis y/de lo escrito/de la piedra sobre piedra”. Aún entre los críticos
hay quien confunde al escritor y al
poeta. Veyrat está en el mundo, se aferra a la vida y ama la plática serena,
cada día se asoma al universo virtual y pareciera que no se oculta jamás. Pero
en estos versos deja meridianamente claro que necesita ser bárbaro, meteco, forastero para lidiar con los dioses y los hombres
y mujeres de la mitología, llevarlos al centro del ruedo y evitar sus envites,
domesticándolos. No es fácil la tarea pues le acecha el cansancio y la Duda de
todo creador, convertido en un oráculo del Eclesiastés “¿Para qué crear? Esa locura/ abocada al fracaso/sin fin de atrapar/lo
inasible o fingida apuesta/que confunde las fuentes de luz/con aquello que
iluminan”. Es una desesperación momentánea. Asemeja pálidamente al “Eli, Eli, ¿lama sabactani?” en el momento supremo de la redención.
Porque en el mismo poema en que describe la locura de crear encuentra su
finalidad, su razón “en el ansia de
acabar con la/nada poniendo en pie/un poema”. Veyrat aspira a hacer
solubles todos los mitos, porque son expresiones de la nada.
Apolo es pérfido, el bello Apolo,
como los demás dioses y seres mitológicos tienen otra lectura. Y el poeta acepta “vivir por ahora/en el mundo real de abajo ahí/ donde azota la soledad
el dolor el crimen/la traición como en olas”. Y en ahí también habita el
amor, fugaz casi siempre en Veyrat. Pero con ansias de permanencia. El escritor
Veyrat no cree en ningún dios, pero nombra varias veces al Único, unas veces
para cantar que lo hemos abandonado y otras para lamentarlo. Existe una salvaje
tensión entre la muerte sin esperanza y el amor, el deseo de permanencia. “Nunca amor nos traen los dioses (…) El amor
que ya está a buen recaudo entre nosotros/y aguarda su reparto injusto”. No
hay contradicción en este pasaje de la noche tan personal, pero sí preguntas.
Y, aunque quizá no sea la intención de Miguel Veyrat el escritor pero sí del
poeta, las respuestas están llenas de luz. “Si
hacia la nada viajamos/Qué hará amor en el camino/ tropezándose con
piedras/como placer y dolor? (…)Déjame volver como un cometa/puro emisario de
la Aurora”. El amor es un arma tan poderosa como la poesía frente a la
impostura perniciosa de los dioses “Si lo
que tú llamas dios/fuera lo subjetivo murió al fin/con nosotros pero no los
poemas las imágenes/el dolor la capacidad de amar/y darte. (…) Lo efímero/
recupera la dignidad perdida en brazos del Único”.
Ya los dioses atrapados en el canto
homérico, en el poema, queda el punto final, “él sabe que no hay vida más allá
de la muerte” dice Veyrat en el poema final, pero no lo afirma el yo poético.
Para este “parece el cielo entonces/un
vaso con la inocente carne diluida donde dos seres se amaron un instante”.
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